«¡Debe haber alguien ahí arriba que lo controla todo!»

La declaración de un anciano de 88 años

Siempre me recordó a James Dean. Le conocí en persona hace 46 años. Entonces tenía 42 años y era todo un hombre. Un padre de buen corazón y un marido fiel. También era un suegro estupendo. No recuerdo ni una sola discusión desde 1978. Siempre nos llevamos bien. Tenía éxito en el trabajo y se interesaba por todo. Una vez al año viajaba a Irlanda con unos amigos para pescar en el Shannon. Se echaba su gran mochila a la espalda y podía empezar la aventura.
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Los estragos del tiempo. Cuando murió mi suegra, se las arregló para llevar él mismo la casa durante un tiempo. Pero sus fuerzas flaqueaban y no podía aplazar su ingreso en una residencia. Algunos muebles de la casa que había construido laboriosamente con su padre después de la guerra. Fotos familiares en las paredes. Sentimientos nostálgicos. Cuando le visitábamos, aún podíamos hablar de los años pasados. Los viajes conjuntos a la tumba de su mujer en Wiesbaden Sonnenberg formaban parte de nuestra rutina.
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Pero el declive de sus capacidades físicas y mentales continuaba. La última vez no pudo pronunciar mi nombre. Su mirada se quedó en blanco. Llevarse la taza a la boca era todo un reto. Una combinación de mala vista, problemas de coordinación y falta de fuerza. Pero cuando le hablé de mis charlas en congregaciones eclesiásticas, sus ojos cobraron vida: «¡Debe de haber alguien ahí arriba que lo controla todo!». Su comentario fue el final de nuestra conversación teológica. «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?», escribió un antiguo salmista.
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Confinado a una silla de ruedas y con deficiencias cognitivas, las perspectivas de futuro son nulas. Volvemos la cabeza al cielo y rezamos con un autor del Antiguo Testamento: «Y ahora, en mi vejez, no me abandones. No me abandones cuando me falten las fuerzas». (Salmo 71) Afortunadamente, nuestra dignidad no depende de nuestros propios logros. Dios nos ama tal como somos. Tiene en mente toda nuestra vida. Y si confiamos en él, nos acoge con gracia allí donde la edad, la enfermedad y la muerte ya no desempeñan ningún papel.

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Pero cuando me siento a su lado, no puedo dejar de preguntarme. ¿Será lo mismo para mí algún día? Ahora y hoy quiero buscar la cercanía de Dios y luego -cuando llegue el momento- recorrer el último tramo del viaje junto a ÉL. /KDJ

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