El grupo hidrógeno

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El grupo hidrógeno acabó de llegar al hospital

Un grito de auxilio en la oscuridad

Los truenos retumbaban a través del amplio y alto valle de Curahuasi, y las laderas de las montañas que se alzaban a ambos lados se ocupaban de amplificar su sonido. Los relámpagos centelleaban incansables, lanzando un esplandor efímero y misterioso, mientras el viento agitaba las torrenciales lluvias por toda aquella tierra. La furia de la tormenta parecía haberse concentrado exactamente encima de Curahuasi. Mientras se refugiaban en sus camas, los habitantes de la ciudad podían apreciar con claridad lo poco que puede hacer el hombre contra las fuerzas elementales de la naturaleza. Por lo general, cuando teníamos una tormenta tan mala como esta, la ciudad se quedaba a oscuras muy pronto. Nunca era obvio cuál era el generador que había sido la víctima de un rayo, y al equipo de la compañía eléctrica Electro Sur le solía llevar horas la labor de restaurar la electricidad en la zona. Los curahuasinos, con tan pocas opciones, si es que tenían alguna, se limitaban a cubrirse la cabeza con la manta y esperar hasta la mañana. Todo el que necesitara realmente una luz, tendría que encender una vela.

Las luces se apagaron también en el hospital. Al cabo de segundos se encendieron las luces de emergencia, situadas en lugares estratégicos y operadas con baterías. Se suponía que debían durar dos horas, pero vimos consternados como se fueron apagando después de unos veinte minutos. Las enfermeras de noche iban tropezando por los corredores totalmente oscuros, incapaces de ver nada, y tratando de calmar a los pacientes. Fuimos muy afortunados, porque no había nadie en la Unidad de Cuidados Intensivos, ni en el quirófano en aquella tormentosa noche. Para una clínica, es absolutamente crítico disponer de un generador de emergencia que eche a andar automáticamente, y mantenga en funcionamiento los equipos necesarios durante toda la noche. La vida de los pacientes podía depender de que nosotros pudiéramos adquirir este recurso tan esencial.

Ya en marzo de 2007, yo había pedido un generador en la Convención Anual del Club de Rotarios del Perú. Hice mi presentación en el Hotel Sheraton de Lima, y la terminé preguntándoles a mis oyentes: «¿Nos querrían ayudar?». Todos ellos respondieron poniéndose de pie para dedicarme una ovación. Yo había puesto mis esperanzas en el Dr. Cantela, quien dirigía un gran laboratorio médico allí en la capital, y quien también era el presidente de aquella prodigiosa convención en la que participaban cuarenta Clubes de Rotarios en Lima, la capital. Seguramente, su influencia entre los Rotarios los podría animar a donarnos un generador. El Dr. Cantela estaba familiarizado con la historia de Diospi Suyana, y se ofreció amablemente a ayudarnos. Según su opinión, los Rotarios de Alemania y del Perú debían trabajar juntos para conseguir el generador. Si se producía esa colaboración, Rotary Internacional donaría una cantidad igual a la que reunieran los dos grupos. El generador que necesitábamos costaba unos sesenta mil dólares. Era mucho dinero, pero se hallaba dentro de nuestras posibilidades, si todos trabajábamos juntos.

Al mismo tiempo, me comuniqué con varias compañías que estaban trabajando minas de cobre, oro y plata en la región de Apurímac. Las amplias reservas de metales preciosos y de minerales que había debajo de la superficie de la tierra allí, hacían de la zona un virtual «El Dorado». Unas ochenta compañías peruanas e internacionales habían hecho una fortuna por medio de la explotación de minas allí. Como parte de sus esfuerzos de relaciones públicas, todas esas compañías tienen un departamento dedicado a la responsabilidad social, aunque los folletos que detallaban las actividades relacionadas solían costar más de lo que habían invertido jamás esas compañías en las escuelas locales, o en las clínicas de salud.

El Grupo Extrata es un consorcio internacional formado por algunas de estas compañías. El 20 de septiembre de 2007, un viernes por la tarde, me reuní con el Sr. Cáceres, el responsable de las relaciones públicas del Grupo Extrata. Mientras le enseñaba fotografías en un restaurante de Lima, el Sr. Cáceres se sentía abrumadoramente convencido de los efectos asombrosos que tiene una generosidad apoyada por el sacrificio. «¡Creo realmente que vamos a ayudar a conseguir un generador para ustedes!», me dijo al marcharse, con el fin de darme ánimo. Una semana más tarde, estaba claro que sus supervisores tenían un punto de vista diferente. La gerencia no tenía intención alguna de donar esa cantidad de dinero para un proyecto humanitario.

Un domingo de octubre por la mañana, ocho de los gerentes de Intrepid Mines aparecieron en la puerta de entrada
al hospital. Yo sentí que se había producido un cambio en el aire. Laurence Curtis, quien representaba al contingente canadiense, iba dirigiendo el grupo. Habían oído hablar de Diospi Suyana a diversos socios de negocios suyos, y habían llegado para solicitar que se les diera un recorrido completo por nuestras dependencias. Durante dos horas, les estuve enseñando un departamento tras otro, mencionando informalmente de vez en cuando lo mucho que necesitábamos un generador con el fin de mantener en funcionamiento todos aquellos equipos tan costosos durante los frecuentes apagones que teníamos en la época de las lluvias.

«Aquí tiene mi tarjeta», me dijo Laurence Curtis gentilmente. «Llámeme. Estoy seguro de que los podremos ayudar». Y yo lo llamé, aprovechando su generoso ofrecimiento. Lo llamé repetidas veces a su oficina de Toronto, y le envié un correo electrónico tras otro, esperando contra toda esperanza que él cumpliera su promesa. A veces, hasta la mejor de las intenciones se puede olvidar cuando llega la hora de sacar dinero para cumplir lo prometido.
En octubre de 2007, cuando el hospital abrió sus puertas, yo tuve que dedicarme con mayor ahínco aún a conseguir un generador.

El 8 de noviembre, el Dr. Cantela me invitó a reunirme con su Club de Rotarios. Yo sabía que sesenta mil dólares
eran una meta elevada, pero me sentía optimista en cuanto al detalle de lo que conseguirían los Rotarios del Perú y de Alemania en su empresa conjunta para financiar nuestra petición. Cuando el Club de Lima me explicó el plan, me sentí aplastado al darme cuenta de que ellos solo pensaban contribuir con unos mil dólares a favor de aquella causa. Lamentablemente, con el tiempo he tenido que aprender que muchas veces, a la élite peruana no le gusta utilizar su propio dinero para apoyar causas de caridad, sino que prefiere enviarles cartas a sus amigos y conocidos del mundo entero para solicitar su ayuda.

Había tocado en todas las puertas. Había hecho centenares de llamadas telefónicas a numerosos países y enviado por lo menos un número igual de correos electrónicos. Sin embargo, no había hecho progresos de ningún tipo.
El 22 de abril de 2008, cuando David Brady y yo presentamos nuestra petición ante los Directores de la Cámara de Comercio e Industria Peruano – Alemana, estábamos seguros de que esa vez, los resultados serían finalmente positivos. Al fin y al cabo, el hospital ya estaba funcionando; no se trataba de un simple sueño en progreso. Ya habíamos tratado a miles de pacientes. Después de diecisiete reportajes en la televisión y cuarenta artículos en la prensa, Diospi Suyana era casi un nombre familiar a lo largo y ancho de todo el Perú. Con la Sra. Pilar Nores de García como nuestra patrocinadora, estaba claro que teníamos la aprobación del Presidente y de su esposa, así que…  Cuando terminé mi presentación, los caballeros que estaban sentados alrededor de la mesa aplaudieron. Los hombres que teníamos ante nosotros encarnaban una parte considerable del Producto Nacional Bruto del Perú. Sin duda alguna, ellos podrían pagar un generador para nosotros, y lo pagarían, aunque fuera por razones de publicidad. Pero el Dr. Schmidt, Presidente de la Cámara de Comercio e Industria, y Jörg Zehnle, el Director de la Gerencia, pusieron ambos la cara más impasible que pudieron, sin impartir decisión alguna, ni inclinación siquiera de un lado o de otro, mientras nosotros nos marchábamos.

Cuatro días más tarde, estábamos de nuevo en el Palacio Presidencial. El Jefe de Estado el Dr. García hizo un compromiso de visitar nuestro hospital en un futuro cercano. Con esta gran noticia yo le llamé al Sr. Zehnle para hacerle saber dónde estábamos, en un intento por picarle el interés. «Si la Cámara de Comercio dona el generador, el Presidente mismo podría ir a cortar la cinta roja… ¡con usted de pie junto a él!». Aquello pareció resultar… al menos por el momento. El Dr. Schmidt se puso él mismo a hacer llamadas telefónicas para investigar dónde podrían encontrar un generador a un precio que fuera asequible. Lamentablemente, no pudieron encontrar ninguna opción inferior a los sesenta mil dólares, así que al final, rechazaron mi petición.

Pasó otra semana. Yo andaba recorriendo Lima, visitando diversas oficinas del gobierno. A eso de las diez de la mañana, sentado en un taxi, noté que había un pequeño pedazo de papel blanco en mi billetera. Lo debo haber traído conmigo por lo menos durante seis meses. En él estaba anotada la manera de comunicarse con una compañía peruana llamada Detroit Diesel MTU, que fabrica componentes para generadores, y generalmente mercadea sus productos entre las compañías mineras. Yo había estado buscando fondos para un generador,
y hasta el momento no había hecho contacto con ningún negocio que pudiera considerar la posibilidad de darnos el generador mismo. Indeciso, le di vueltas al papel entre los dedos. ¿Debía llamar, por si acaso? ¿Qué tenía que perder? Mientras el taxista conducía a toda carrera alrededor de las calles residenciales como si estuviera en una pista de Fórmula Uno, yo llamé a la Detroit Diesel y me dieron una cita para las cinco de la tarde.

Cada vez que voy a Lima, tengo la agenda atestada, y cada una de mis citas comienza inmediatamente después de la anterior. Esta visita no fue distinta. A las cinco de la tarde, apenas me estaba marchando del Ministerio de Salud. Como no podría llegar a la Detroit Diesel dentro de una cantidad razonable de tiempo, llamé para cancelar la cita. Tal vez no importara. De todas formas, no había estado esperando sacar mucho provecho de aquella reunión.
«Lo siento. No voy a poder llegar hoy. Si fuera, llegaría después de las seis». «Eso no importa en lo absoluto», me contestó una amistosa voz. «Si fuera necesario, yo estaría dispuesto a esperarlo dos horas. Venga, por favor».

No hace falta ser un científico experto en cohetes para entender por qué el ingeniero se estaba comportando con tanta bondad y comprensión. Estaba claro que suponía que yo era un cliente en potencia, con dinero para gastar. ¿Quién se habría querido perder una venta como esa? En ninguna de mis dos llamadas, yo había mencionado que, por ser un hospital misionero, en realidad no queríamos comprar absolutamente nada.

Con sus ocho millones de habitantes, y el tránsito correspondiente, casi siempre era todo un reto abrirse paso por las calles de Lima. Durante la «hora punta» de las cinco de la tarde, eran una pesadilla total. En el peor de los casos, me llevaría dos horas ir desde el extremo norte hasta el extremo sur de la ciudad. El taxista era un hombre muy hábil y maniobraba con facilidad en medio del tránsito lento, entrando y saliendo de las carrileras y creando carrileras totalmente nuevas para pasar las interminables líneas de vehículos. Sentado en el asiento trasero, mis pensamientos comenzaron a deslizarse por un oscuro sendero, cayendo en espiral en la negatividad y aproximándose al desespero.

Lo había intentado todo durante un año entero, solo tratando de conseguir que alguien donara un generador. Siempre había terminado con las manos vacías. Hasta aquellos momentos, todo había sido un desperdicio total de tiempo y de energía. Estaba anocheciendo cuando el taxi llegó al frente de Avenida Argentina 2020. Le pagué al taxista y subí lentamente a la acera. Sabía que era totalmente ridículo entrar a una compañía peruana, levantar las manos y decir: «Por favor». En el mejor de los casos, se reirían y me dejarían ir tal como había llegado. Puse en el suelo el maletín de mi computadora portátil y respiré hondo. Normalmente, tenía al menos dos planes de contingencia bosquejados en mi mente, pero esta vez había llegado al final de mis fuerzas. No tenía más ideas, ni tampoco ningún otro lugar donde acudir. Sentí un «impulso» interior y cedí ante la urgente necesidad de orar. Con varias líneas de autos detrás de mí y la cerca de la propiedad de la Detroit Diesel delante, grité en voz alta con desesperación. «¡Dios mío, tú sabes que lo he intentado todo durante este año pasado! ¡No sé qué más puedo hacer! ¡¡¡Por favor, dame un milagro!!!».

Hay muchas clases de oraciones: las escritas, las ampulosas, las hechas sin espíritu, las hechas por deber y las hechas por hábito. La mía no pertenecía a ninguno de esos grupos. La mía había salido de lo más profundo del alma de un hombre que estaba en una situación desesperada. Por fin comprendí que solo Dios me podría dar la respuesta. Al mirar a la entrada, noté por vez primera que había un guardia de seguridad. Me debe haber oído gritar en alemán y, sin duda, pensaría que yo estaba loco. Por una parte, esta clase de manifestaciones en público eran un poco embarazosas. Por la otra, yo sabía que había hecho lo que debía hacer; en realidad, la única cosa que podía hacer bajo aquellas circunstancias.

El Sr. Mayorga se había quedado realmente hasta tarde en su oficina, esperando por mí, como me dijo que haría. Siguió toda mi presentación de tres cuartos de hora, sin dar la más mínima señal de aburrimiento o de impaciencia. Tan pronto terminé, dejé escapar una torpe excusa. «Estoy seguro de que usted estaba esperando a un cliente, y no a un mendigo. ¡Lo siento mucho!». «No, no, de ninguna manera. Me alegra haber escuchado su historia. Dios significa mucho para mí también, y me agradaría ayudarle. Mi pregunta es cómo puedo hacerlo». Se había establecido una conexión entre ambos, y ahora estábamos notablemente sintonizados. Yo había oído decir que el dueño de la compañía era un octogenario que a veces reaccionaba un poco brusco. «Tal vez debamos hablar con su hijo», me sugirió el Sr. Mayorga. «Es posible que él se muestre más receptivo ante su petición». Me llevó de vuelta en su auto hasta Miraflores y quedamos en seguir en contacto. Al final de aquel día tan largo, el 23 de mayo, por fin había comenzado a aparecer una esperanza.

Seis días más tarde, yo estaba de nuevo en la Detroit Diesel. El Sr. Luis Pineda, Director de Ventas, iba a ser mi punto de contacto. Era más joven que yo, y se me hizo muy obvio que tenía una gran prisa. No obstante, le hice a toda carrera mi presentación, hablando tan rápido, que me tragaba palabras enteras. «¡Lo que usted ha construido en Apurímac es fantástico! », exclamó. «¡El jefe tiene que ver esto!». Entonces se excusó y se marchó a toda prisa.

El 6 de junio de 2008 a las tres de la mañana, un conductor me llevó hasta el Cusco, a ciento veinticinco kilómetros de distancia, para poder tomar el primer vuelo hacia Lima. Yo tenía cita en la oficina del dueño de la Detroit Diesel a las diez en punto. Lejos de allí, en Curahuasi, varios misioneros oraban fervientemente para pedirle a Dios que bendijera aquella reunión tan decisiva. El anciano me hizo señas para que entrara y me permitió montar mi computadora portátil sobre su propio escritorio. Hasta dio la vuelta y tomó un asiento junto al mío, asintiendo para indicarme que estaba listo para que yo comenzara mi presentación.

«¿Sabe una cosa, Sr. Salhuana?», comencé pensativamente. «Toda mi vida me he preguntado si es cierto que hay un Dios. Esta historia responde a esa pregunta». Con toda intención, hablé más lentamente que de costumbre. La presentación se extendió a una hora completa y sin embargo, a pesar de su edad tan avanzada, el Sr. Salhuana me prestó toda su atención. Cada vez que comparto la historia de Diospi Suyana, mi meta es tocar los corazones de mis oyentes. Esta vez, me daba la impresión de que lo había logrado. Carlos Salhuana carraspeó audiblemente, y fue directamente al grano. «Dr. John, mi hijo es dueño de la cuarta parte de esta compañía. Por esa razón, debo hablar con él primero, pero usted tendrá nuestra decisión esta misma semana».

Cuando sonó mi teléfono celular cuatro días más tarde, yo ya estaba de vuelta en Curahuasi, en algún lugar del hospital, y me tomó un instante darme cuenta de quién era el que me llamaba. «Dr. John, le habla Salhuana. Solo quería comunicarle que les vamos a donar el generador de emergencia. Después de oírlo a usted hablar de su hospital, no tuve otra alternativa».

La conversación terminó tan abruptamente como había comenzado. Yo me hundí en una silla y recordé la oración que había hecho a las puertas de la Detroit Diesel. En la más oscura de mis horas, Dios había escuchado mi desesperada súplica. En los meses que siguieron, se fabricó un colosal generador que pesaba cerca de las cuatro toneladas, hecho especialmente para Diospi Suyana. Era totalmente nuevo, y preparado para echar a andar dentro de los treinta segundos siguientes a un apagón. Tenía capacidad suficiente para sostener a todos los equipos electrónicos del hospital. La Detroit Diesel MTU nunca había hecho una donación tan grande como este generador, que vale sesenta mil dólares. Pero también es probable que nunca antes nadie haya clamado a Dios para pedir su ayuda ante las puertas mismas de su compañía.

Antes de navidad del 2009 la revista de los rotarios alemanes publicó un articulo de 6 páginas sobre Diospi Suyana. El titulo dijo: “Dios, por favor, dame un milagro!!!!”

 

 

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